La escuela

La escuela era un prodigio de buena voluntad. Del maestro aún recuerdo con sorpresa su nombre: el señor Loncán. Era un hombre que yo veía entonces admirable y ahora reflexiono sobre él por curiosidad. No recuerdo que nunca hubiera castigado la ignorancia. Su único castigo, siempre al infractor del orden, consistía en golpear las yemas de los dedos, todas juntas y puestas hacia arriba, con una regla de madera. Este castigo que en mi época adulta sería considerado como tortura y digno de un expediente sancionador era, el aquel momento, menos cruento que algunos de los juegos que utilizábamos intentando demostrar nuestra capacidad para soportar el dolor.
Del edificio recuerdo un viejo barracón de adobes y dos elementos imprescindibles, la estufa de leña situada casi en el centro de la sala con un largo tubo hasta la pared y ‘el cagadero’. No fue nunca servicio, inodoro o cualquier otro nombre de disimulo, era el cagadero. Consistía simplemente, detrás de una puerta, en un habitáculo con dos marcas para poner los pies y un agujero en el centro. Su mérito consistía en que volaba sobre el precipicio que daba al río de tal forma que, si ser demasiado rápido, podías levantarte, girarte y ver tus zurullos estrellarse contra los riscos.
Delante de la escuela, un patio de tierra rodeado de un pajar, un huerto y una nave, también de adobes de barro, que servía de sala de espectáculos y, siguiendo una corta calle paralela al huerto, la plaza del bar con la fuente, cuya agua, cuando desbordaba el abrevadero, corría por un lado formando charcos en los que picoteaban los patos.
Ignoro lo que hacíamos allí dentro; yo aprendí a leer tiempo después en otro sitio. Lo más importante de la escuela era el recreo. Más allá de la fuente, siguiendo el camino del río, antes de que la pendiente hasta él fuera considerablemente, había una ladera colonizada por un zarzal de gran altura y cuya extensión nunca pudimos determinar. En su interior habíamos construido un nuevo pueblo abriéndonos paso entre las zarzas a base de patadas y palos, de tal forma que lo teníamos minado de túneles por los que circular y lugares de encuentro en los que, como plazas, confluían los caminos.
Creo que el recreo acababa cuando nosotros queríamos, después de que el niño encargado de avisar se aburría de recorrer el entorno de la escuela gritando: ¡Adentro! ¡Adentro!

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