Con nocturnidad y alevosía

Aquella era la noche. Llevábamos varios días planeándolo, desde que nos habíamos hecho con una de las llaves que utilizaban los curas y que habrían todas las puertas.
En el colegio había dos dormitorios colectivos y los internos estábamos divididos  por edad. En el dormitorio de los pequeños se quedaba toda la noche uno de los sacerdotes pero no en el de los mayores que sólo vigilaban hasta que nos habíamos dormido. Uno de los niños era el encargado de buscar al hermano prefecto si sucedía algo importante.
El plan era mantenernos despiertos hasta que los curas estuvieran todos acostados y a media noche levantarnos a merodear por el colegio. Teníamos la llave para abrir las puertas que encontráramos cerradas y, como necesitábamos un objetivo, decidimos ir hasta la cocina con la intención de coger alguna golosina que encontráramos. Algo de fruta o, si había mucha suerte, chocolate o algún otro dulce.
Para llegar hasta la cocina había dos caminos posibles: uno de ellos implicaba bajar por la escalera principal hasta la planta baja y dar toda la vuelta al colegio; el otro, mucho más corto, llegar hasta una escalera interior que daba directamente al pasillo que accedía a la cocina. La dificultad del segundo radicaba en que desde nuestro dormitorio hasta esa escalera había que pasar por el pasillo al que daban todas las puertas de las habitaciones de los curas (se utilizaban diversos nombres según las circunstancias: sacerdotes, curas, padres o hermanos). Decidimos utilizar este segundo, el otro implicaba, además, pasar a través del porche de la entrada principal y no teníamos claro si la llave maestra abriría aquellas puertas.
La segunda dificultad de la operación era asegurarnos que ninguno de los otros cuarenta compañeros del dormitorio descubriera lo que hacíamos pues, en ese caso, nuestra seguridad quedaba muy comprometida. Así pues, decidimos que primero iríamos de uno en uno hasta los lavamos y allí nos juntaríamos los cuatro. Era importante dejar dentro de la cama algo que abultara para simular nuestra presencia.
Yo era el tercero, debía esperar un par de minutos desde que notara el aviso al pasar del segundo y, camino de los aseos, hacer lo mismo con el siguiente. Así lo hice, coloqué el albornoz doblado dentro de la cama, toque las piernas del que ya sería el último al pasar y llegué a los servicios donde, en medio de un silencio sepulcral nos juntamos todos.
En cuanto salimos al pasillo, la tranquilidad con la que íbamos se convirtió en emoción. Este sólo tenía un par de pilotos de una tenue luz anaranjada y, al fondo, la primera de las puertas. Llegamos hasta allí sin más problema, no estaba cerrada y no nos hizo falta la llave. Nada más franquearla la emoción ya empezaba a parecerse al pánico, avanzábamos dejando a izquierda y derecha las puertas por las que podía salir nuestra desgracia. Si salia uno de los curas y nos pillaba allí estábamos perdidos.
Llegados al final conseguimos abrir la puerta sin hacer ruido, esta vez necesitamos la llave, y una vez franqueada y vuelta a cerrar volvió una cierta calma a nuestros corazones. Bajamos la escalera y llegamos a la cocina a la que accedimos sin problemas.
La cocina era un lugar más desolado de lo que imaginábamos. No había nada, solamente una puerta que no pudimos abrir y detrás de la cual, imaginábamos, estaba todo el botín. No había nada que hacer, deshacer el camino y rezar para que no nos pillaran por nada.
Volvimos por el mismo camino con más frustración que emoción y nos metimos en la cama. En los días siguientes nos quedó el consuelo de recrearnos en nuestra aventura y, sobre todo, sentirnos más unidos que nunca por aquel secreto, secreto de los gordos.

Churro, mediamanga, mangotero

Iba a una escuela situada en el Poblado, como se conocía al núcleo residencial construido para los empleados importantes de la empresa. Desde casa hasta allí había un kilómetro y medio que hacía con otros niños siempre andando.
Recuerdo las frías y húmedas mañanas de invierno y la niebla pegada a las orillas del río, el pasamontañas, los guantes y los sabañones en las orejas. Cuando el invierno pasaba y el tiempo mejoraba la vuelta devenía interminable, alargada con juegos de palos, latas, piedras y patacones amenizados con almendrucos cogidos en los almendros del borde del camino y, sobre todo, el desespero ante la terrible frase: ¡la cartera! Si, la cartera se había quedado olvidada en el suelo al fondo del camino y había que volver a buscarla, sólo y deprisa para dar alcance al resto de niños.
En el recreo el juego base era el churro. En general se jugaba de forma ordinaria pero no era extraordinario que se crearan piques entre equipos y acabara convirtiéndose en un juego cruel cuyo objetivo era baldar los riñones de la victima de turno. Eso se producía cuando el equipo que saltaba escogía al participante más  grande y pesado para hacerlo el primero; este se esforzaba para conseguir la máxima altura posible y caer en seco sobre la cintura de quien quería hundir. Y no siempre era evitable por más que se pusieran los jugadores más débiles los primeros en la fila.
Yo era un niño alto y delgado y no sentía gran afición por aquel juego que me daba bastante respeto por no decir miedo. Mi juego preferido en aquella época era cortar el hilo debido a mi agilidad y predisposición para correr.
Tuve dos maestros diferentes; dos maestros muy diferentes;  uno de churro y el otro de mangotero
Del primero lo más que recuerdo es el cachete que me dio un día por estar hablando en clase; ese único recuerdo quedó grabado indeleblemente cuando al quejarme a mi padre de lo que había sucedido este, abriendo el cajón de un armario y sacando un puro de él, me dijo: dáselo de mi parte al maestro. Nunca más volví a quejarme en casa.
Del segundo, aprendí a plantar tulipanes y que todo el conocimiento no estaba en los libros. Yo era un niño con afán de saber, que quería aprendérselo todo como sí, inocente de mí, el conocimiento fuera lineal o finito. Un día preguntó algo que ninguno supimos y yo, herido en mi orgullo, me quejé amargamente de que la respuesta a aquella pregunta no salía en el libro: yo me lo he leído todo - dije. No se enfadó por mi arrogancia sino que explicó: no está en el libro pero puede deducirse.
Después, nos enseñó a hacerlo.