Mi amigo, en realidad el único niño de mi
edad en aquel verano, pasaba muchos días con las vacas en el campo. Por la
mañana, seguramente antes de que yo me hubiera levantado, él, la comida del
mediodía y las cuatro vacas, abandonaban el pueblo y se iban a pastar allí
donde los animales pudieran encontrar hierba suficiente.
Algunos
días, mi amigo el vaquero, me informaba de la ruta que haría y yo, a media
tarde, salía a su encuentro. No hacíamos casi nada, era de pocas palabras como
si su mundo fuera la contemplación de lo que le rodeaba. Nunca me preguntó de
donde venía ni que hacía yo en los inviernos cuando desaparecía. Nos sentábamos
en el suelo, golpeábamos sin intención las piedras de alrededor y veíamos como
el sol se acercaba al horizonte. Caminábamos un rato en dirección al pueblo y
de tanto en tanto, jugábamos a saltar sobre las balas de paja de los campos.
Un día, con una sonrisa picarona, me llevó
hasta una de las vacas y poniéndose en cuclillas entre sus patas cogió una de
sus ubres y estirando y apretando dirigió el chorro hacía su boca.
Sale calentita – me dijo, esperando que
hiciera ademán de probarlo. Vi un par de pupas en sus labios, tuve la impresión
de que aquello no era conveniente y rechacé la invitación.
Cuando a la caída del sol hacíamos nuestra
entrada por la única calle del pueblo, las ubres de los animales, a cada paso,
iban soltando pequeños chorritos de leche a medida que eran oprimidas por la patas del animal en su
caminar.
Cuando llegabamos a la cuadra, ya había
algunas vecinas y entre ellas mi tía, con las lecheras preparadas para llevar a
casa la ración diaria. La vaquera la vertía con toda su espuma en los recipientes, con el mismo cubo en el que se estrellaban los chorros de leche que
rítmicamente provocaba la dueña de los animales.
Al llegar casa, aún caliente, mi tía la
hervía dos veces, para extraer una nata abundante
que, una vez fría y espesa, extendía sobre finas rebanas de pan espolvoreándola con azúcar para ser una de
las golosinas de mi infancia.
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